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miércoles, 11 de marzo de 2009

EN LAS ESCUELAS GRADUADAS


Salimos de la clase y nos dirigimos a la segunda clase. El maestro tocó con los nudillos en la puerta y la abrió. Se oyó la voz del maestro de la nueva clase que dijo: "De pie", y todos los niños se levantaron. Digo todos los niños porque en aquellas fechas estábamos separados los niños de las niñas.
El maestro se acercó a nosotros y dijo: "Usted dirá señor director". A mí no me entraba aquel lenguaje, pero después lo entendería. Don Mariano Iniesta, que así se llamaba, le dijo al otro: "Pedro, aquí te traigo un alumno que en mi clase no puede estar; te lo traigo para ver si tú le puedes sacar punta". "¿Tan malo es?", preguntó don Pedro.


"Pues mira Pedro", le contestó el director, "este chavalín conmigo no puede aprender nada". "¿Por qué?", preguntó el maestro. "Porque este niño ha venido con la lección aprendida; sabe la cartilla y el rayas primeras, por lo tanto en mi clase no puede estar". "Vaya por Dios, yo creía que era por malo, o por ceporro. Bueno, pues entonces, que se siente en una de las sillas que hay al fondo, donde aquellas mesas" .

Dicho esto, el director saludó al maestro y se marchó. Y así empecé mi primer día de escuela, pasando de la primera clase a la segunda. Está claro y hay que decirlo todo: yo leía los libros de mi hermana Isabel, que era dos años mayor que yo. Además, ella también me enseñaba a leer y a escribir.

Tres años fui a la escuela. En ese tiempo pasé de la segunda a la cuarta clase. De manos del director pasé, como he dicho antes, con don Pedro Campillo a la segunda clase. Al año siguiente pasé a la tercera con don Sebastián. Al año siguiente, a la cuarta con don Juan González, y, cuando iba a pasar a la quinta con don Vicente Candel, mi padre decidió sacarnos del colegio a mi hermana Isabel y a mí, para trabajar en la tierra, ella con once años y yo con nueve.

Mucho insistieron los maestros y las maestras, pero fué inútil el intento. Mi padre se había comprometido con el encargado de la finca en la que trabajaba con mis hermanos, plantando hortalizas a medias en las tierras que poseía el citado señor.

Quería mi padre comprar la casa en la que vivíamos porque estábamos de alquiler y el dueño la puso en venta. Mi padre y mis hermanos tenían que hacer un doble esfuerzo, no podían dejar de trabajar en la finca porque los sueldos se necesitaban para comer y vestir. Tenían que trabajar la tierra que teníamos a medias, por las mañanas, antes de irse a hacer su jornada, y por la tarde, después de terminarla. Plantaban, regaban, y cababan. Sudaban como bestias porque en aquellas fechas de los años cincuenta no existían medios mecánicos para hacer los trabajos.

lunes, 9 de marzo de 2009

LA ESCUELA DE LOS CAGONES

De corta edad mis padres me llevaron a una guardería. La llamaban "La Escuela de los Cagones". Allí aprendí lo que nos enseñaba la tía Pereta, que era la dueña del local donde estábamos; nos enseñaba a contar los números, a cantar las canciones de la iglesia, a leer las primeras rayas, y recuerdo que, cuando salí de la guardería para ir a la escuela a la edad de seis años, ya sabía contar hasta cien, leía el libro de primeras rayas y parte del segundas rayas, escribía de los libros, y me sabía el catecismo completo.
Con este bagaje adquirido en la Escuela de los Cagones, cuando entré al colegio que entonces se llamaba Escuelas Graduadas y hoy se llama Colegio Publico Nuestra Señora del Rosario, el primer día fuí colocado en la clase primera; me quedé sorprendido cuando el maestro me dió la cartilla de la A. E. I. O. U., el maestro que se dió cuenta de que me quedé parado al ver la cartilla, me dijo "no te preocupes, verás cómo dentro de unos días ya te la sabes. Yo miré al maestro y muy tímidamente le dije: "es que esto ya me lo sé". El maestro se quedó un poco parado y me dijo: "pues lee que te vea yo". Cuando el maestro se percató de que yo sabía la cartilla, la cogió y se fue a la mesa, abrío un cajón y sacó un libro que yo reconocí enseguida. Se acercó a mí de nuevo y me dijo: "Coge este libro y empieza a leer"; comencé a leer, y el maestro después de escucharme unos momentos, tomó el libro y me dijo: "Coge tu cartera y vente conmigo".

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